jueves, 4 de agosto de 2011

¿Cuándo será mi última 'faena' entre sábanas?

Me pregunto a qué edad empieza a descender la libido. Ni abuelos ni padres responden mis inquietudes. Hablar con ellos del tema es tan incómodo como ver televisión juntos y encontrarse de repente con una escena de sexo.
 
A mí no me mata la duda de cuándo y cómo voy a morir. Me trasnocha no saber el año, día y hora exacta en la que entraré a ese ruedo de sábanas por última vez. ¿Con quién? ¿Será mi esposa? ¿Cuál de todas? ¿La segunda, la tercera o la única? ¿Tendré un buen desempeño? 

Prometo escribir la verdad cuando me suceda. Por ahora sólo puedo especular. Lo que más me preocupa es que, si llego a viejo, no será una faena memorable en la que me gane dos orejas y el aplauso del público. A esa edad estaré con la espalda destrozada, la artritis en todo su esplendor y la flacidez burlándose de mí. Casi tengo la certeza de que el último 'polvo' será el peor de mi vida, porque justo en ese momento -ante la impotencia física, emocional y eréctil- entenderé que no podré hacerlo nunca más.

Son varios factores los que me hacen creer que será un penoso ocaso (me refiero al inevitable ocaso del pene). El primero es la falta de atractivo físico. Me imagino con abundantes pelos en nariz y tetillas (lampiño en el resto del pecho), caja de dientes y cuerpo de alienígena: sin cola y una barriga tan forrada como mis costillas. Seré como un triste y nada provocativo caldo de menudencias. No voy a hablar de cómo se verá mi mujer; prefiero que ella misma pronostique lo que ofrecerá en su menú.
El segundo factor es la disfuncionalidad corporal. Según leí en un artículo de monografias.com las siguientes son tan sólo unas consecuencias inevitables de la tercera edad:

A. "Más tiempo para lograr la erección: el hombre joven necesita, en promedio, de 15 a 30 segundos y el anciano puede demorar hasta 10 minutos". ¿Y qué hago mientras tanto? ¿Un sudoku?

B. "La erección del hombre de más de 50 años es menos firme debido a que los vasos sanguíneos no son tan elásticos como antes y los músculos son menos potentes, lo que disminuye la intensidad de la erección, pero en condiciones de salud nunca le hará perder totalmente la capacidad de un contacto sexual normal". Es decir, será como tener la Espada del Augurio de Leono (el protagonista de los ThunderCats), pero sin que crezca a su máxima potencia. Podré usarla, pero sin hacer nada "más allá de lo evidente".

C. "Demora más el tiempo en eyacular, lo cual prolongará el coito". ¡Qué horror! Serán unos minutos eternos y tortuosos, porque siendo feo y sintiéndome agotado, lo que más querría en un momento como ese es acabar pronto con la incómoda y mal hecha tarea.

Vivir cada 'polvo' como si fuera el último; longERS, en vez de quickies

El panorama es desconsolador (desconsolador para mí y prometedor para el consolador de mi mujer). Y como si la falta de atractivo físico y la disfuncionalidad corporal no fueran suficientes, hay un tercer factor al que le tengo pavor: que me asalte la falta de interés por acostarme eternamente con la misma mujer, hasta que la muerte o el divorcio nos separe. Es como ser invitado a la más grande y variada fábrica de dulces del mundo; el gerente me diría: "Usted puede escoger el chocolate, helado o pastel que quiera y recibirá una dotación vitalicia; pero nunca más -óigase bien-, ¡nunca más podrá degustar un dulce distinto!".

Tengo la firme voluntad de respetar ese contrato. Me he hecho la íntima promesa de no comer chocolates diferentes al elegido (Dios me oiga y me ayude). Pero me da dolor de estómago pensar que algún día estaré harto del mismo postre en la mesa.
Lo digo por experiencia propia y ajena. Si bien no he tenido noviazgos de largo aliento, sé que la frecuencia de las faenas se reduce con el tiempo. Es como la audiencia de un reality, que disminuye considerablemente entre la primera y la quinta temporada; o como la emoción de conocer el mar por primera vez, que no se compara con la décima visita; tampoco es lo mismo el primer beso y el rutinario saludo con una novia de tres años.

Hice un pequeño sondeo con algunos amigos que bordean los 30 años. Ellos admitieron que, tras una larga relación, la estadística se reduce de cinco 'polvos' a uno por semana. Incluso, en periodos de mucha carga laboral, se puede llegar a uno por quincena o por mes. "Increíble -me dijo uno de los consultados-, el sexo es ocasional ahora que vivo con ella y tenemos todo un apartamento para los dos; antes, lo hacíamos a diario en cualquier espacio de 2 metros cuadrados que permitiera los movimientos básicos".

Entre los encuestados encontré a un afortunado -o fanfarrón- que dice hacerlo tres o cuatro veces por semana, luego de 10 años de matrimonio (¡cálmate Leono!, ¿te casaste con Chitara?). Si es verdad, promoveré que el Congreso de la República lo condecore. Si es mentira, organizaré una colecta para pagarle un psicólogo que cure su mitomanía.

Lo que me ha dejado esta reflexión no es frustración ni desesperanza. Al contrario, sabiendo lo que me puede deparar el futuro, asumiré cada faena como si fuera la última; enfrentaré al toro con bríos, le daré al público lo que quiere, buscaré el indulto del animal para que salga a la plaza una y otra vez.
Evitaré al máximo los quickies, como llaman en inglés a los encuentros sexuales 'rapidillos' o 'brevecillos'. Procuraré, en cambio, el mayor número de longERS, una expresión que inventé recientemente en un chispazo de creatividad sin igual: significa long Experiences of Routine Sex o largas experiencias de sexo rutinario.

Nunca sabré cuál será mi último 'polvo', pero al menos tendré el consuelo de haberme esforzado para hacer de él, hasta donde se pueda, el mejor de mi carrera.

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